Aquí comparto con ustedes algo que nos sucedió a mi amigo Oscar y a mí hac algún tiempo, no es una narración fantasiosa, lo que narra con pulcro estilo mi amigo sucedió, se los juro ...
A pedido de mi amigo Juan, escribo un episodio que sucedió hace ya tanto tiempo que he olvidado algunos detalles. Según la recuerdo, fue mas o menos así. Hace muchos años tuve que hacer un reportaje fotográfico en el cementerio Presbítero Maestro para un curso universitario. Como resultado tenía que ir todos los Martes y Sábados durante un mes y retratar todo cuanto veía. Por entonces el museo cementerio todavía era peligroso por los ladrones que se metían a dormir la siesta entre los pabellones. Pero otra era la advertencia que me hacían los guardianes y sepultureros, de quienes inevitablemente me hice pata: “Váyase temprano, a los muertitos se les respeta”. No era mi intención fotografiar fantasmas para mi trabajo pero el tema comenzó a interesarme: más aún cuando todos los trabajadores me decían que ver muertos vivos en el presbítero era casi tan normal como ver asaltantes robándole a viejitas o pastrulos que se hacían pasar por vendedores de flores. “Más miedo le tengo a los cachacos de mierda. Vienen en camiones y están toda la madrugada tirando y tirando cuerpos en la fosas. A esos les tengo más miedo que a los fantasmas”, me confesó uno de ellos, una vez. Sin embargo, pese a mis esforzados intentos por capturar algún espectro con el lente, jamás pude ver nada. Mi permiso para tomar fotos venció y tuve que resignarme a hacer un reportaje sobre los sepultureros. Dos años después, mi amigo Juan llegó a mi casa con un inusual pedido: quería que le haga la taba a conocer la tumba de Manuel González Prada, uno de sus ídolos. Como se supone que yo ya conocía el Presbítero, pensé que lo podía guiar bien. Pero no fue así. Equivoqué el rumbo y nos fuimos por el camino más largo, con senderos que zigzaguean y donde casi no hay camino asfaltado sino apenas un rayón de tierra que sirve de guía. El cielo, no recuerdo si era invierno o verano, pero estaba todo encapotado y hasta los gallinazos habían bajado a buscar algo de cobijo. Finalmente dimos con la tumba buscada: una peña colosal, horrible, que disonaba claramente entre tantas otras sepulturas que habíamos visto, repletas de sucios ángeles, de mirada triste y extremidades amputadas por el sarro. Aquello solo era el preámbulo del terror. Fue mi idea salir por la puerta uno. Cuando nos hubimos adentrado por una porción del cementerio de distribución caótica, perdí la orientación y ya no sabía dónde estaba. De pronto escuché que Juan mencionó mi nombre. El tono de su voz me produjo escalofríos. Comprendí que algo serio pasaba. Cuando levanté la cabeza divisé una forma perezosa que progresaba entre las tumbas. Andaba como en patines porque no se balanceaba hacia arriba y abajo. No era una sombra: era la figura de una mujer, vestida de negro de pies a cabeza, con un velo enorme y polvoroso que le tapaba el rostro. Una novia vestida de luto. Y avanzaba en nuestra dirección. Curioso que la sensación que más recuerdo entonces fue que el suelo, de tener la acostumbrada textura de tierra asentada, pasó de pronto a ser una especie de superficie de goma blanda en la que mis pisadas se hundían y era imposible avanzar. Creo que a eso se le llama miedo. La dama de negro dobló en el primer camino y desapareció detrás de una tumba. Recién entonces vi a Juan. Tenía el mismo aspecto que yo en ese momento: las orejas tiradas para atrás, una tensión en el cuero cabelludo que le estiraba la frente y le obligaba a abrir los ojos, hasta casi sacarlos de sus órbitas. La cara del horror. Convencidos de que habíamos presenciado algo horrible e inexplicable, cambiamos breves impresiones, respiramos y salimos del lugar. Casi no volvimos a hablar del asunto. Hasta que meses después, luego de hacer zapping, me encontré con el inefable doctor Marco Aurelio Denegri. Generalmente solo lo escucho cuando está en su sección “miscelánea” o cuando se baja a un entusiasta aprendiz de escritor, más no cuando entrevista a alguien. Pero esta vez, por algún motivo lo dejé ahí. Estaban hablando de un cuantioso archivo fotográfico del siglo pasado, en el que abundaban fotos del periodo de la guerra con Chile. Mi sorpresa fue mayúscula cuando presentaron una serie de fotos de novias de la época de la invasión chilena a Lima. Todos vestían de negro. Era algo así como un acto de protesta de la época. Solo les puedo decir que no creo en fantasmas. Soy tan escéptico que hasta de mis propios sentidos desconfío. Es decir, no puedo asegurar que lo que ví, existe. Sin embargo creo que no todo lo que existe tiene que estar investido necesariamente de “fisicalidad”. Los sentimientos, por ejemplo, existen y sin embargos no son físicos ni se pueden tocar. Creo que si tengo que escoger entre las clásicas opciones me considero un agnóstico que cree firmemente que hay cosas que sencillamente no se pueden comprender. Yo no puedo explicar qué fue lo que ví, pero si puedo describirlo. Por cierto, no he vuelto a ir al Presbítero desde entonces.
5 comments:
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me fascino tu relato... un beso y saludos desde méxico...
he leido tu relato de cabo a rabo, y casi sin parapadear, muy bien contado. Yo tambien suelo decir que no creo en esas cosas, pero cuando uno es testigo real de ese tipo de asuntos, no nos queda otra que creer, creer internamente.
estoy llendo hoy en la tarde al tour del Presbitero, espero y a la vez no...ver algo...alguna cosa
Saludos
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